Confesiones: De los amigos que ya no están

11/14/2024
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Hace dos años recibí una noticia que me partió el corazón; volví a sentir ese dolor profundo que te corta la respiración. Aquella mañana me desperté y, al encender mi móvil, vi el nombre de uno de mis grandes amigos de la universidad en mi WhatsApp. Me había enviado un mensaje, y algo dentro de mí le pidió a mi cerebro evitar abrirlo. Mi corazón presentía algo. Me fui a bañar, dejé el móvil lejos y comencé mi jornada laboral. A media mañana, volví a ver el teléfono, y un terror inexplicable me invadió al saber que tenía que abrir ese mensaje pendiente. No hablaba con él desde hacía años, pero algo me decía que el mensaje traía un dolor grande. Y así fue.

Cuando reuní el valor para escucharlo, era un audio en el que mi amigo me saludaba con mucho cariño. Él siempre había sido una persona muy amorosa conmigo. A los pocos segundos, me explicó que me contactaba para que supiera de la muerte de uno de mis mejores amigos de la universidad. La noticia me había llegado tarde; mi amigo había fallecido semanas atrás. Intentaron localizarme, pero nadie tenía mi número actual.

La relación con mi amigo era única. Nos escribíamos en los cumpleaños o en momentos especiales, siempre empezando con un “¿Cómo estás, amigo de papel de baño del metro Observatorio?” o “¿Cómo estás, amiga de papel de taquería?”. Nos llamábamos “los amigos de papel” como un chiste bobo sobre la distancia y nuestras vidas ocupadas, pero también era nuestra forma de recordarnos que siempre íbamos a reír juntos. Nunca olvidaré cómo ese año sentí una gran necesidad de saber de él y le escribí; justo en ese momento, él estaba en una recaída por un cáncer terrible, y nunca vio mi mensaje. En el fondo, sabía que algo andaba mal, pero me negué a aceptarlo.

Saber de su muerte me paralizó. Me encerré en el baño y sentí cómo mis piernas se negaban a sostenerme. Hoy, al recordar ese momento, siento una punzada en el corazón. Cerré los ojos y reviví todos nuestros momentos juntos: los kilómetros que corrimos, las mañanas en las que íbamos a la universidad cantando, las tardes de tareas (donde él evitaba trabajar y me hacía un sándwich, lo cual me enfuriaba porque no participaba). Recordé nuestras pláticas sobre enamoramientos, nuestras risas por citas fallidas, y las veces que le ayudé a escribir cartas de amor. Siempre me quedaba esperando a que me contara si su carta había funcionado y que ya tenía novia.

Jamás olvidaré cuando, en una fiesta se armó la trifulca, él corrió hacia mí y yo pensé que era para protegerme, pero en realidad era porque quería que yo lo defendiera (pues yo soy cinta negra en karate). Él siempre fue esa chispa de alegría en una de las etapas más sombrías de mi vida universitaria. Dormimos muchas veces en la misma cama, y siempre sentí que podía confiar en él, que nos habíamos encontrado para ser grandes amigos.

Sentí una enorme felicidad cuando le iban bien las cosas: cuando entregó el anillo de compromiso, cuando fue a probarse el chaqué para su boda, cuando completaba maratones, triatlones, Ironmans. En nuestra amistad había una profunda admiración y respeto. Luego empezaron sus problemas de salud; recuerdo el sinfín de médicos que visitó y la terrible noticia del diagnóstico de cáncer. Hasta hace poco pude volver a leer los correos que intercambiamos en esa etapa. Me dolía profundamente que le tocara algo tan cabrón; muchas veces sentí rabia de que, en la fucking ruleta de la vida, él recibiera esa carga. Aun así, su valentía era impresionante: me contaba sobre los efectos secundarios de sus tratamientos con humor, y siempre terminábamos riéndonos. Su familia también fue muy especial para mí; abrazar a su madre era como abrazar a la mía, y su hermano era como un hermano para mí.

Nunca olvidaré cómo le cambió la cara cuando se convirtió en papá. En su mirada había una paz, una certeza de que había vencido lo peor y que ahora le tocaba disfrutar. Poco antes de mudarme al extranjero, nos despedimos. Me invitó a su cumpleaños, y esa es la última foto que tenemos juntos.

El día que recibí la noticia, lo llamé con el corazón y la mente. Le pedí que no se fuera sin despedirse, le agradecí por todos esos momentos juntos, por ser un amigo leal, por respetar mis locuras, por estar ahí cuando la vida me golpeaba y, sobre todo, por hacerme reír. Cerré los ojos y lo imaginé conmigo, lo abracé en silencio y le dije que era hora de descansar. Le prometí escribirle a su madre, a su hermano, a su esposa, y, algún día, a su hija para que ella conozca el gran padre que tuvo y pueda tener pedacitos de su historia.

Después de la muerte de mi padre, pensé que ya nada podía doler tanto, pero con la muerte de mi amigo sentí nuevamente esa herida profunda. Lloré con el alma, con cada célula de mi ser, hasta que el llanto cedió y decidí abrazarlo con todo mi amor. No sé si hay otras vidas, pero si las hay, espero volver a encontrarme con mi amigo de papel.

Gracias por leer estas confesiones. 🥲

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